domingo, 5 de enero de 2020

Días de Reyes


Qué hacer al enterarse. Dar un espectáculo o reconocerlo mansamente, serenamente, como si fuéramos ya adultos, asumir que se nos desbordan mejilla abajo los niños que somos, niños con pecas o con barro en las manos o con aparatos dentales, niños con nueve, once, a veces trece años, y estos son los más lindos, los inocentes, los puros, los intocables, niños grandes con cambios en la voz y espinillas, niños que montan en bicicleta y van al instituto y saben tan poco de todo, tan poco de nada, niños que aún se levantan temprano el seis de enero, se despiertan de amanecida, sonríen entre las sombras que ya quieren irse, suspiran de emoción bajo las sábanas, corren de puntillas sobre el suelo tan frío para los pies descalzos, llegan al cuarto grande, ¡papá, mamá, han venido los Reyes!

Aceptamos porque hay que aceptar, porque es lo que se hace, porque es lo que se espera de nosotros, pero cómo dar la razón ahora a nuestros compañeros de clase, a nuestros amigos que ya nos lo decían, que ya nos lo advertían hace tiempo, pequeños profetas a los que la ilusión les duró poco. Y cómo reconocer que todo es mentira, que hemos vivido engañados, cómo pronunciarlo en voz alta, verbalizar esta tragedia que sin embargo nos sabe a dulce, la paladeamos como algodón de azúcar porque va firmada por la sonrisa de nuestros padres, sonrisa cansada y a medio hacer a las ocho de la mañana, recién salida del horno, cálida y blanda como una hogaza.

Para qué guardar rencor si la ilusión se nos ha vuelto ternura, si el corazón inquieto y los bombones y los tres vasos de leche para los camellos son ahora tradiciones dulces, costumbres y nervios que son y no quieren ser fingidos, los zapatos de lucir aún bajo el árbol y sus luces titilantes de oro, los tacones y el charol todavía a la espera de despertar llenos de caramelos, todavía casi queriendo temblar de emoción, levantarse de la alfombra y gritar que todo sigue siendo cierto, que esta infancia que ya nos queda sujeta por alfileres aún no se ha ido, aún el niño al que vamos soltando de la mano está en nosotros, no nos abandona, se queda pequeño, inocente, quietecito en nuestros hombros, se apoya en la clavícula, observa el mundo, nos acompaña siempre.

Lo vemos en verano, en vacaciones en Navidad, en la mañana de Reyes que suena a bicicletas por el parque y huele a juguetes nuevos. Lo encontramos en las mochilas nuevas para el segundo trimestre, todas brillantes, explosiones de color y de dibujos que algún día nos gustaron, mirapapá, miramamá, miraseño, Pedro, Margarita, Alfonso, mirad lo que me han traído, lo que pedí en la carta, con Goku o con la Cenicienta y todo, mirad qué chula, cómo rueda, cuánta purpurina, qué envidia les voy a dar a los de la clase, mirad, mirad, tiene un bolsillo oculto para esconder secretos, para esconder tesoros encontrados en el patio o en la calle de vuelta a casa, un botón, un cromo, una pinza, una hoja mordisqueada, descubrimientos valiosos como diamantes tocados de misterio, posesiones que no tienen precio o que se venden en el recreo a cambio de otras –una canica, un trébol, la cabeza de una Barbie-, adquisiciones cruciales que se vuelven a esconder en el bolsillo y regresan con la maleta a clase, a la aventura, a la esperanza, entran en el aula con toda su ilusión a cuestas, ese traqueteo de barrio, ese deslizarse cotidiano de las ruedas sobre el asfalto.

Hallamos al niño sin esperarlo, lo reencontramos un día cualquiera (pero especialmente el seis de enero), de repente nos sorprendemos envidiando los juguetes de nuestros primos pequeños y ahí está, ya apareció, volvió a asomar la naricilla curiosa de duende entre los pliegues de nuestra bufanda. Almorzamos juntos en casa de los abuelos y sin aviso renace, nos creíamos maduros en la mesa de los mayores y al ver cómo los otros desenvuelven esa muñeca tan bonita o ese circuito de carreras salta el niño ilusionado, nos hace chispear los ojos, nos obliga a disculparnos con los adultos porque dejamos nuestro nuevo asiento para regresar al que nos pertenece, al de la mesa pequeña que nos mira con interés y con recelo porque estamos entre dos mundos, parece que crecemos y sin embargo esos coches tan rápidos, esa muñeca tan linda.

Volvemos al niño no como quien termina un largo viaje, no somos Ulises y tanto mar, tanto tiempo, tanto vacío en las espaldas, sino que miramos atrás como al otro lado de un escaparate, se nos esfuerza la nostalgia en tocar lo que ya se ha ido y se nos queda en ganas, no en impotencia, en ganas suaves de recuperar lo que ya no es nuestro. De qué manera podemos asumirlo y continuar viviendo, jugando, fingiendo ante nuestros primos, cómo aceptar este pedazo de infancia que nos ha sido arrebatado sin quejas ni dolores, voluntariamente, quizás nosotros mismos hayamos dado el empujón definitivo porque a pesar de todo asumimos, aceptamos, reconocemos sin lamentos que el niño es caduco, en su lozanía envejece sin arrugas, se va haciendo cada vez más pequeño, más accesorio, más prescindible hasta quedarse minúsculo, es un gnomo, un elfo, una miniatura en recuerdo de quienes fuimos y aún somos.

Porque el niño aún vive en nuestro cuarto. Dejamos que otee el horizonte y nos aconseje desde la cenefa de ositos, la colcha de princesas, los muñecos de series que ya no deberían gustarnos y sin embargo nos gustan, a quién le importa. Abrazamos al niño en nuestros peluches, nuestros pijamas con dibujos, nuestros libros infantiles, los cuentos y novelas que hemos querido conservar como reliquias de lo que no va a volver, jirones de ternura esparcidos sobre caballeros, piratas, monstruos, sobre ilustraciones en las que el polvo se acumula y se acomoda con los años, se hace espeso y dorado en el canto de las páginas que ya no pasamos pero que aún están, celebramos su presencia sin saberlo, les rendimos honores en este mundo adulto y veloz y caótico que se nos viene encima porque dejamos que nos acompañen, caen sobre nuestros párpados como lluvia cálida tantos Peter Panes, tantas Caperucitas, tantos conjuros mágicos que nos han moldeado desde siempre. Somos los tréboles de cuatro hojas, los calderos al final del arcoiris, los centauros, los cabritillos, las sirenas, los bosques prohibidos, las grutas de las maravillas, las contraseñas secretas, los lenguajes en clave, los dragones dormidos a la espera de despertar de nuevo en tierras en las que todo es posible si así se desea, donde la enfermedad no existe ni hay heridas sino las que sanan ungüentos de brujas y palabras de magos, donde la muerte es sólo un pretexto para continuar jugando.

Volver atrás es un sueño, una ilusión difusa entre esta niebla que no permite avanzar ni retroceder, niebla de frontera con un rostro mirando a cada lado, bifronte, con un pie apenas posado en cada patria, niebla espesa que impide decidir, niebla translúcida de contorno indefinido. No reconocemos quiénes somos, cruzamos un puente sin retorno a Nunca Jamás y a ese país de los niños que se nos quedan perdidos, acaso regresen a mirarnos desde lejos como un susurro en Navidad o en días infinitos de verano, pero no hay más, estiramos los dedos y sólo nos llega su aliento, su voz pequeña, su aura de porcelana.

Imposible continuar también nosotros tan desprotegidos, seguir caminando a tientas sin este miembro inocente que nos han quitado y ni siquiera sangra, tan discreto, no sangra pero existe. Quiere latir donde ya no puede esta infancia de extremos, tozuda, hirviente, que se nos queda desértica, le desaparecen los márgenes, va adoptando las texturas del recuerdo, poco a poco y sin saber por qué la inercia de los años deja de forzar sus luchas vanas.

Sin saber por qué comenzamos a engañar con gusto a nuestros primos, les ayudamos a escribir cartas al Polo Norte y al Cielo –la letra torpe, temblorosa e ilusionada de todos los niños del mundo-, envolvemos paquetes como vistiendo esperanzas nuevas, nos acostumbramos al papel de regalo y a la cinta adhesiva, a montar el Belén y el árbol, a decorar la casa también para nosotros, que nunca nos permitimos habituarnos al tedio adulto. Les enseñamos los villancicos con los que hemos crecido, les hablamos de magia y de trompetas invisibles que anuncian lo que llega el seis de enero, nos emocionamos de puro nervio junto a ellos, qué brillo en la mirada, qué luz en la sonrisa, soles tan breves y aun así tan intensos, deseosos de vivir como quien conoce su mortalidad, como quien es consciente de que todo se apaga.

Los llevamos o nos llevan de la mano a la cabalgata, a coger caramelos que probablemente no comamos, chillan o enmudecen con la llegada de Baltasar, ¡mira, mira, es mi preferido y es el último!, se quedan pensativos cuando ya no hay más carrozas, vuelven a casa en silencio, unos pasos por delante, sumidos en reflexiones y misterios todavía sin respuesta, todavía insondables y niños, perdidos en mundos infinitos de fantasía que también con el tiempo dejarán de ser suyos y pasarán a otros que despertarán temprano con los pies fríos, el alma amanecida, y correrán al cuarto grande donde por fin se duerme después de colocar tantos paquetes, de volver a guardar la leche, de comerse los bombones, gestos cansados y dulces de madrugada, guiños somnolientos que merecen la pena porque así todo continúa, todo sucede de nuevo, los niños de ayer y de hoy se calzan las zapatillas, se ponen las batas, llegan de la mano y en tropel al salón y al fin gritan, murmuran, sonríen –tanta luz tan breve- ¡papá, mamá, han venido los Reyes!